El
Instituto Bíblico donde estudio me daba una hora para almorzar, luego de eso
regresaba a clases hasta finalizar la tarde. Como mi casa estaba a veinte
minutos de viaje en transporte público, yo acostumbraba llevar dinero para un
tentempié, o una vianda con mi almuerzo, pues siendo divorciado, pobre y
viviendo solo; era casi imposible ir a mi casa, preparar la comida y regresar a
la hora exacta en que terminaba el receso.
Pero ese día Dios había dispuesto
enseñarme algo, como de costumbre, en una forma divertida y poética. Salí a
mirar la calle. Mi desayuno –un triste pan con queso y un café cargado- se
había pulverizado en mi estómago, y este órgano, del que se acuerda uno nada
más cuando tiene hambre, comenzaba a soltar los alaridos característicos de una
tripa seca…
Llevaba conmigo el dinero
suficiente para tres pasajes de autobús. Con ello no podía siquiera almorzar un
pan con refresco. Entonces apareció frente a mí, como una visión angelical, el
autobús que entraba a mi urbanización y lo abordé sin reflexionar mucho el
asunto de los horarios. Cuando llegué a casa revisé la nevera y la despensa,
con la esperanza de encontrar con la vista, la idea del almuerzo más veloz que
pudiera preparar. Hice recuento y calculé: un pollo congelado en el frízer,
pasta, arroz, harina, no tenía hortalizas, ni huevos, ni atún, ni acompañantes
rápidos que pudieran ser preparados y consumidos en menos de veinte minutos… si
me decidía por las otras opciones llegaría tarde y eso era “caca” para mí,
prefería no comer.
Pero Dios, que habita en cada
detalle, me mostró encima de la nevera, los dos pancitos sobrantes del desayuno,
pero a la verdad –a nadie le gusta decir estas cosas, tan comunes pero
penosas-, el queso me lo había terminado esa mañana y “pan con pan” es comida
de locos –pensé.
Sin embargo, este último
pensamiento me trajo el recuerdo del pasaje bíblico donde Jesús, mi Salvador,
alimentó a los cinco mil (Marcos 6:30-44). Y olvidándome del mundo y sus
complicaciones, me emboté, es decir, me encerré en mi propio mundo de
cavilaciones, “a masticar la cuestión divina”, como me gustaba llamarle al
conocimiento de Dios.
Había tomado los dos panes y me
senté en el mesón de la cocina con la mirada fija en la despensa, por lo que
podemos suponer que mi cuerpo si tenía el propósito de “llenar el buche”, pero
mi espíritu estaba bebiendo de una fuente inagotable, y no sentí hambre, frío,
o malestar alguno.
Era para mí un tema recurrente
pensar en la humanidad de Jesús, porque siendo 100% Dios, fue también
100% hombre, y tuvo las mismas necesidades que yo: Hambre, sed, dolor, y hasta
la sensación de coraje ante la injusticia (lea sobre los mercaderes del templo;
Mateo 21:12). Y empecé a imaginar este último punto porque justo antes de la
alimentación de la multitud, Cristo recibió la noticia de que habían decapitado
a Juan el Bautista, y decidió retirarse con sus apóstoles a un lugar desierto.
No se trata de humanizar a Dios, sino de comprender que su condición de
Dios-hijo, le agregaba sentir como hombre la tristeza y la
pérdida. Puede que todas estas cosas eran conocidas por él, ya que su condición
divina traspasaba las limitaciones humanas, pero la única persona que supo
desde el principio quién era él, y que anduvo profetizando su venida, el que le
preparó
el camino, la voz que clamaba en el desierto, ese, había sido decapitado
por la travesura de una niña y el trasfondo de poder escondido en la política
de entonces.
Había invertido varios minutos en
este pensamiento y ya no tenía veinte para comer, sino escasos 600 segundos para
regresar al instituto. Y fue allí cuando un halo de luz irrumpió por la hendija
de la ventana, e iluminó una lata de sardinas que reposaba solitaria junto a la
sal en el desván. Quizá mi manera de narrar los acontecimientos le resulte un
tanto exagerada (y lo es), pero en ese momento la pequeña latica de pescado
embutido, vino a resolver milagrosamente mi problema. Como no disponía de un
abrelatas –se lo había quedado mi ex esposa junto con todo lo demás- tomé un
filoso cuchillo y apuñalé la cubierta metálica del envase, viendo como el
aceite brotaba de las profundidades del recipiente, y yo decía entre
carcajadas: ¡No necesito aceite para ungir mi barriga! Mientras lo botaba en el fregadero,
pues no tolero el consumo excesivo de grasa.
Tomé los panes y abriéndolos con
el cuchillo recitaba las frases de Jesús “¿Cuántos panes tenéis?... ¿Cuántos
panes tenéis?” y reía mientras colocaba los trozos de sardinas en medio de
ellos; “¿Y sardinitas? ¿No hay sardinitas pa los cinco mil?”
Los vecinos pensarían que yo
estaba en los últimos estadios de la locura, puesto de mí emergían carcajadas
de felicidad al sentirme conforme con el escenario: Qué importaba si era un
manjar, o no, lo que iba a comer, mi situación había quedado resuelta y estaba
sumergido en una metáfora, es decir, un hecho ejemplificado en mi propia vida. Para
la época en que mi Señor anduvo entre nosotros, no existía el “Queso fundido”, ni
se acostumbraba comer prosciutto (jamón en italiano). Dos
panes y unas cuantas sardinas constituían una excelente cena, digna de viajeros
cansados y hambrientos.
Entonces, lleno de dignidad
santa, coloqué el primer pan frente a mi rostro, y me dije en voz alta: “Pan y
sardina, la comida de Cristo” y enseguida le metí un mordisco sobrenatural…
Bienamado lector mío, perdóname la
franqueza con que acostumbro dirigirme a las personas, pero así me hiso Dios:
¡Qué horroroso sabor el de la sardinita metida en un pan!... Parecía que me
estuviera mascando una panela de jabón azul bañada en aceite de bacalao.
“Oh, Señor mío, amado mío”
–decía: “¿Cómo te comías tú esta lavativa? Y un sentimiento de culpa me
invadía: “Perdóname, pero esto está muy maluco…” y estaba siendo completamente
sincero con Jesucristo, le hablaba con amor, y en mi arrebato de sinceridad, le
pedía que me ayudara a contentarme con las circunstancias (Filipenses 4:11-13),
no se trataba de ser conformista, de ninguna manera, sino de saber apreciar el
valor de la escases y la dificultad, en la medida que estas son un aperitivo de
la saciedad y gloria que espera a los que confían en Dios.
Entonces vino a mi la redención…
y el significado de la palabra: “El les dijo: Venid vosotros aparte a un lugar
desierto, y descansad un poco. Porque eran muchos los que iban y venían, de
manera que aún no tenían tiempo para comer” (Marcos 6:31).
Y era yo uno de esos discípulos
que seguía Jesús incansablemente, y en medio de mis imperfecciones luchaba por
realizar la obra de mi Maestro, la mayoría de las veces no entendía el
propósito de él sino hasta ver cumplida su obra y enseñanza, y consideraba que
nunca podría predecir lo que Dios buscaba con cada cosa que me pedía.
De pronto me vi inmerso en aquel
capítulo 6 de Marcos. Frente a mi estaba una multitud de personas que nos
habían seguido, con el único objetivo de escuchar la voz del Mesías, puesto que
creían en su verdad. Mi maestro había tenido compasión de ellos, y nos había
confesado que los veía como ovejas sin pastor.
Nosotros contemplábamos en los
ojos de la multitud, la luz de la esperanza y el amor de un reino imperecedero…
El mismísimo Dios nos enseñaba la ley de la verdad y el amor, y al ver que caía
la noche, y el cuerpo natural de sus hijos padecía hambre, nos había
preguntado:
- “¿Cuántos panes tenéis?”.
Y me pregunté: ¿Cuantos panes
tengo yo para mis semejantes?
Aquella gente había recibido, de
manos del Hijo, el milagro de la multiplicación. Podía sentirse en todo aquel
desierto la unión de miles comiendo de la mano del Señor… En ese lugar no había
lugar para pleitos o enemistades. En mi imaginación veía a las niñas
alimentando a los ancianos, hombres que renunciaban a su plato para que
comieran primero los enfermos. Mujeres hacendosas distribuyendo entre risas y
abrazos la bendición del cielo, y toda esta muchedumbre alabando el nombre
Glorioso y Poderoso de Jehová.
Mientras mi alma flotaba en este
mundo espiritual, mi pan se tornó dulce como la miel, ya no tenía el
desagradable sabor de antes, sino el amoroso gusto de quien se sabe conectado
al amor de Dios. La felicidad está en reconocer a Dios en todos tus caminos
(Proverbios 3:6) y amarlo a él y hasta
el ultimo de tus semejantes como te amas a ti mismo (Mateo 22:37:40). Por eso
es tan difícil seguir a Cristo, porque no amamos como él nos ama, y la prueba
está en que las pocas veces que lo hacemos, es sólo en ese instante, cuando
sentimos que se abre el infinito y se detiene el tiempo, y entramos en la
presencia de Dios.
Ese día llegué a la hora exacta,
ni un minuto más, ni un minuto menos para entrar a clases. Y estaba lleno del
espíritu, saciado como nunca. No por las bendiciones que había recibido del
cielo, sino porque descubrí de que sólo amando a Dios y a ti, puedo ser feliz.
Mi Padre te ha mandado un mensajito:
¿Cuántos panes tenéis?
Marco Tulio Gentile
06/03/2012.
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