Una grieta en el cielo.


En Cristo desarrollé el gusto de mirar el cielo y tumbarme bajo su sombra a ver pasar las nubes. De esta manera amaba la gloria y el amor en su esencia más pura. Y una mañana de esas donde todo huele a jazmines vi que en la cúpula azul que protegía mi vida, había amanecido una grieta… una grietita así no más.

En aquel momento supuse que el cielo se caería a pedazos, pero la grieta estaba allí sin hacer nada. Cabía esperar verla crecer o ensancharse, así que permanecí mirándola y vigilándola con el corazón alerta y los nervios en vilo.

Pensaba que solo Dios la había puesto allí y solo Él podía quitarla de ahí. También deduje que yo la había proyectado, por tanto era culpable si se rompía en pedazos. Reflexioné de nuevo y esta vez creí ser víctima del engaño de mi enemigo, que intentaba distraerme de aquel gusto por ver pasar las nubes en el azul del cielo.

Y tanta importancia le di a la grieta que yo mismo empecé a agrietarme y a caerme en pedazos como vidrio roto, mientras veía allí, inmóvil, imprecisa, una pequeña grieta en la esquinita del cielo.


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